Turandot (génesis)Tierra, caminos, arenas, orilla de mar.. desde los muros que esconden Ahystor hasta los mismos impolutos muros que protegen Leryathen. Rutas tras rutas se hicieron mis pasos. Sin memorias de dónde vengo, sin conocimiento de dónde íbamos; pero si compartíamos la misma meta, de sobrevivir día a día.
Teníamos las ciudades vedadas, no conocían ninguno de nuestros rostros, pero no querían un grupo tan sospechoso entre sus muros. Nunca los culpaba, quien querría un puñado de personas que solo sabían dedicarse a atracos, violencia y pillaje. Nunca supe que tan famosos éramos, de hecho poco me importaba, mi circunstancias en ese grupo solo las adjudicaba al mal capricho de un dios egoísta. Yo sabía robar? No. Sabia asaltar? No. Era violenta? A veces. Me consideraba una de ellos? Nunca. Pero pocas veces sabía por qué. Convengamos que no conocía otra cosa, con ellos me crie, con ellos aprendí a caminar, a comer, a resistir.
Un día todo cambio. Un día vi su rostro. Yo tenía 11 años, él aproximadamente unos 40. Él era parte de los restos de un atraco, un secuestro, la única víctima viva que osamos tomar prisionero. Lo necesitaban, se suponía que tenía información valiosa, para otro atraco quizás, para un secuestro, la ubicación de un botín, no lo supe; pero sí que él protegía algo muy preciado.
Semanas lo tuvieron cautivo, semanas fui testigo de los interrogatorios, de los artilugios utilizados para extraerle algún dato, de las torturas, de la impaciencia.
Le vi su rostro apenas lo trajeron, y vi como ese mismo rostro se iba transformando, desvaneciendo, demacrando. Pero tenía, quería ver más quería ver sus ojos, su mirada, y algo me lo impedía, creo que él mismo me la esquivaba.
Era un hombre alto, contundente, de cuerpo macizo, entrenado por lo visto, vestía armadura de un metal que no conocía en esos tiempos, de un trabajo tan perfecto que creí que había caído del cielo; vestía también galardones, ajenos para una pequeña de 11 años y por lo visto indiferentes para los que la acompañaban.
Hablaba nuestro mismo idioma, pero utilizaba palabras distintas. Escuche términos como dignidad, lealtad.. honor. Que era eso? Yo era la que le llevaba su agua y lo poco que comía por día. La que tenía que vaciar su balde. La que se quedaba horas sentada junto a su jaula solo observándolo. Así estoico en su prisión, sin muestras de doblegarse, más que un cuerpo que no daba más abasto.
Pero no solo lo miraba, también lo escuchaba, buscaba entenderlo. Él no me enseñaba nada, yo para él era una parte muy pequeña de tanta escoria que lo rodeaba allí. Pero no me importaba, yo estaba fascinada con él. Cada tanto me escabullía en el carro donde guardaban sus cosas, y me quedaba horas admirando su espada, su plateada, afilada, majestuosa, con grabados que no entendía pero parecían importantes, espada larga. Y cuando sabía que el despertaría corría a su jaula esperando que me diga algo, o solo a seguir observándolo un día más.
Pero uno de esos días, la impaciencia llego a la puerta de su jaula. No vale la pena describirlo en detalle, lo arrastraron, interrogaron pero amenazando que era la última vez. Allí entendí algo de que se trataba, él era parte de la custodia de un noble y sus tesoros, hasta creo que era el líder de tal custodia, y sabía la ubicación del mismo, de su refugio en nose qué exilio. Frases sueltas vagas para mí en esos tiempos.
Por favor rogaba que hable, que dijera lo que querían saber, estaba su misma espada larga en su espalda amenazándolo.
Estábamos en el claro de un bosque, lo tenían de rodillas, ambas manos sostenidas por dos de los nuestros, un tercero en su espalda con su espada y gritándole imperiosamente. Yo de frente rogándole con mi mirada que hablara, a mí no me importaba lo que diría, solo que no me quiten la única luz entre tantas penumbras.
A quien le importaba ese noble que protegía, o las promesas que él pudo haber hecho, él tenía que hablar, tenía que vivir. Tenían que soltarlo, en mis sueños lo soltaban, en mis sueños me llevaba consigo, me enseñaba a usar su espada, a portar su armadura, caminar como él, a hablar como él. Pero abría los ojos y solo estaba sostenido por dos bandidos que a su lado se veían como escoria. Y se negaba a vivir, solo repetía de un tal honor, parecía que eso era lo que lo mantenía vivo, pero no era así, esos últimos instantes con su espada en la espalda, entendí que ese honor era lo que lo mantenía sin miedo a morir. Y en ese último instante entendí, en ese último instante supe que esa era su mejor arma.
Y levanto la vista para posarla en la mía, que allí enfrente de él estaba; me miro y no dijo nada. Su espada se enterró tras de sí, su mirada se enterró en mí, pero a mí con solo ese instante, sí me dijo todo.
Su cuerpo cayó de frente, sus asesinos se fueron sin lo buscado, él se llevó consigo toda información, pero me dejo algo que perseguir.
Me levante en ese mismo instante, me seque las lágrimas, y corrí. Nadie me persiguió, no tenía mucho valor conservarme tampoco. Pero yo corría como si de mi vida dependiera. Y eso buscaba, otra vida.
A partir de ahí vague por los caminos buscando algo de eso que conocí esos días, buscando un resquicio de ese hombre en algún otro lado. Estando ya sola pude entrar a esos muros que guardaban esas majestuosas ciudades, pude acceder a armas más precisas, a técnicas más específicas, a disciplinas más necesarias. A convertirme en una combatiente marcial, en una guerrera, a crear mis códigos, a entrenar mis técnicas, a moldear mi cuerpo y sostener mi espíritu en ello. A buscar ese honor que desde que vi caer su cuerpo, perseguí siempre.