La colina refulgía amarilla, ante el rojo atardecer. Tapizada por un manto de hierba medio baja, como a la atura de la mitad de la pantorrilla de una persona normal, seca de principios del mes de Junio. Ondeaba frágil casi quebradiza ante los golpes de viento en forma de olas recorriendo hasta el vasto campo que se extendía al descender de la pequeña elevación del terreno. Desde allí veían el bosque y el raro conjunto de piedras que conformaban la cueva de los "cráneo" como los llamaba ella.
Estaban los dos, una de esas veces que iban a darles su merecido, para ver si la constancia les hacía abandonar la Taiga. Estaban en silencio. Solían estarlo en momentos como ese. Son serios habitualmente, pacientes.
El viento que empujaba la hierba, también hacía lo mismo con el cabello de ambos. Entrecerraban los ojos, clarísimos los de ella, para que las motas de polvo no les molestaran demasiado. Él se consideraba más experto, quizás fueran cosas de la edad o de la vida, pero a veces le era simpático la seriedad con la que ella se tomaba las cosas. La dejaba en estos asuntos que tomara la iniciativa, o en casi todos, por que le gustaba sentirse valiente y decidida. A él no le importaba, se recordaba cuando era Sargento. Si algo salía mal, ya lo arreglarían, ambos eran fuertes como para corregir algunos fallos sobre la marcha.
Ella se protegía con pieles endurecidas de barnices y antes de ponerse en marcha, seguía el ritual de poner la piel de lobo sobre su cabeza. Llevaba un hacha a una mano de dos hojas a la espalda, y apoyado de punta en el suelo, un gran escudo de madera, que le cubría todo el cuerpo, lo sostenía con ambas manos en actitud relajada de momento. Poco a poco, el guerrero sentía la personalidad de ella en la Taiga, poco a poco se estaba haciendo la señora de la Taiga. Sus botas marrones estaban llenas de polvo. Tenía las piernas duras como la roca anoranda, su pantalón le cubría las partes nobles y poco más, el resto de las piernas las cubriría con cueros finos, pero con el largo escudo haría el resto para defenderlas, al igual que el vientre, abultado por sus abdominales. Cuando la veía así, no sabía si le hablaba a ella o la cabeza de lobo que hacía las veces de yelmo en su coronilla.
Él, todo de color negro, usaba una armadura pesada. Le encantaba su enorme espada a una mano. A los más puristas no les gustaba ese tipo de armas "extranjeras", pero a él le encantaba. Esperaba tranquilo tras ella, observándola, con una mano agarrando la empuñadura de su arma, envainada, y la otra sosteniendo su yelmo, negro brillante y sencillo.
Ella tenía esa mirada de cuando hablan a su alrededor de cosas, que o por no entender, pese a que ya incluso bromeaba con el lenguaje común, o no importarle, simplemente se mantenía al margen. Él la respetaba. Aunque sabía, que a su manera, necesitaba de su empuje a veces.
-Vamos.
Dijo él, serio y eficiente. Ella entonces se dio la vuelta, le besó y empezó a caminar, a su manera poco elegante y rápida.
//Me permito el lujo de inaugurar este apartado, con una pequeña visión de la pareja que tengo en mi cabeza.